jueves, 10 de marzo de 2011

El hombre y la elegancia


El hombre y la elegancia


Ser consciente de sí propio es sentirse oscilando entre los dos extremos de los cuales pende el mundo de hoy, a saber: de un lado, esa chabacana y grotesca vulgaridad en que consiste la vida del común de las gentes, la estúpida vida de la mayoría, con todo el infernal atractivo si puede decirse así de la chalanería en que cada vez más resueltamente se vuelve la técnica en todos sus aspectos, y todo, desdichadamente, tiende a volverse técnica. Y del otro lado la total ausencia, al menos la no presencia ostensible, de ese otro modus vivendi que permita encontrar justificación al vivir.

De aquí que sólo abandonándose a la pura náusea, es decir, llegando o tratando de llegar a la definitiva imprecisión, al cese de toda intelección, de toda interpretación es que tal vez se logre ascender a la otra orilla. Y esto, se ve a las claras, es algo así como una versión siglo veinte de la ataraxía y la apatía propias del fin de esa otra gran cultura que llegó a devorarse a sí misma, como bien pudiera ocurrirle a esta de ahora.
Pues el drama del hombre actual es que ha llegado a la imprescindible necesidad de explicarse en qué consiste él mismo, es decir, ese ser al cual, hasta ahora y muy desaprensivamente habíamos venido llamando el hombre.

Y entonces, ¿qué es el hombre? La sola respuesta sincera y satisfactoria que es posible ofrecer con toda serenidad en el momento presente es que no sabemos nada de esto. Y aquí reside el drama del hombre contemporáneo, como lo fue para el escepticismo a partir de Pirrón de Elis y su emocionante suspensión del juicio (Se cortó las cuerdas vocales, para no opinar) Pero nuestros dichosos antepasados, hasta hace apenas cincuenta años, sí creían estar seguros de lo que fuera el hombre, mejor aún, lo que es el hombre. 
El hombre es alma, o cuerpo, o las dos entidades juntas, o estas apriorísticas definiciones de lo humano se organizaba entonces, muy placenteramente, todo un vasto repertorio de actos con los cuales el hombre edificaba su existencia. Vivir era, pues, desfilar por entre el ordenamiento previo de teorías, leyes y creencias, de normas y valores admitidos némine discrepante, con la tranquila familiaridad con que solemos movernos entre los muebles y demás objetos del sitio en que habitamos. Pero ya esto no es posible. Y lo demuestran cumplidamente Hesse y Sartre, por no citar otros autores de tanta nota como ellos. Y es que, hasta hace muy poco, había habido siempre la posibilidad de que el hombre no tuviera que zambullirse hasta el fondo oscuro y cenagoso de su más recóndita interioridad, la cual asentaba en superpuestas capas todo eso que se había venido postulando que era el hombre, y que éste aceptaba con enternecedora ingenuidad. Mas, ahora, no puede satisfacerse el hombre con esquemas de su personalidad, sino que, tal vez por efecto de la densa concentración de la cultura y la técnica del presente, que actúa paradójicamente en forma dispersiva, siente en lo más profundo de sí el vértigo de la imprecisabilidad de su ser, que aparece magistralmente expresada en la confusa rebelión del lobo estepario y en la náusea de Roquentin.

En el latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia como de instar se dice instancia. Recuérdese que el latino no pronunciaría elegir sino eleguir. Por lo demás, la forma más antigua no fue eligo sino elego, que dejó el participio presente elegans.
Entiéndase el vocablo en todo su activo vigor verbal; el elegante es el "eligente", una de cuyas especies se nos manifiesta en el "inteligente". Conviene traer aquella palabra a su sentido prócer que es el originario. Entonces tendremos que no siendo la famosa Ética sino el arte de elegir bien nuestras acciones eso, precisamente eso, es la Elegancia.

Ética y Elegancia son sinónimos. Esto nos permite intentar un remozamiento de la Ética que a fuerza de querer hacerse mistagógica y grandilocuente para hinchar su prestigio ha conseguido sólo perderlo del todo.
No se debe tratar la Ética en tono patético. La patética ha asfixiado la Ética entregándola a los demagogos, que han sido los destructores de todas las civilizaciones y los grandes fabricantes de barbarie. Por eso he creído siempre que en vez de tomar a la Ética por el lado solemne, con Platón, con el estoicismo, con Kant, convenía entrarle por su lado frívolo que es el más profundo, con Aristóteles, con Shaftesbury, con Herbart. Dejemos, un rato reposar la Ética y, en su lugar, evitando desde el umbral la solemnidad, elaboremos una nueva disciplina con el título: Elegancia de la conducta, o arte de preferir lo preferible. El vocablo «elegancia» tiene además la ventaja complementaria de irritar a ciertas gentes, casualmente las mismas que, ya por muchas otras razones previas, uno no estimaba." 
“Se suele tener de ésta (de la elegancia) una idea estúpida y superficial. Se ignora por completo que es un ingrediente y, a la vez, un síntoma de toda vida auténticamente enérgica. 

La elegancia debe penetrar, informar la vida íntegra del hombre desde el gesto y el modo de andar, pasando por el modo de vestirse, siguiendo por el modo de usar el lenguaje de llevar una conversación, de hablar en público, para llegar hasta lo más íntimo de las acciones e intelectuales. Nuestra manera de reaccionar ante lo que el prójimo nos hace, puede ser elegante o inelegante. Apoderarse de las acciones de una gran compañía industrial puede hacerse elegante o inelegantemente. En fin, es bien notorio que de un problema matemático por ejemplo, demostrar un teorema se puede dar una solución “elegante”. Quien quiera precisarse a sí mismo cuáles son los rasgos que hacen elegante un razonamiento matemático comprenderá, como iluminado por un relámpago de intelección, todo lo que llevo insinuado sobre la virtud vital humana llamada elegancia.” 

Los latinos llamaban al hecho de elegir, escoger, seleccionar, eligere; y al que lo hacía, lo llamaban eligens o elegens o elegans. El elegans o elegante no es más que el que elige y elige bien. Así pues, el hombre tiene de antemano una determinación elegante, tiene que ser elegante. Pero aún hay más. El latino advirtió como es corriente en casi todas las lenguas que después de un cierto tiempo la palabra elegans y el hecho del "elegante" la elegantia se había desvaído algo, por ello era menester agudizar la cuestión y se empezó a decir intelegans, intelligentia: inteligente. 

Yo no sé si los lingüistas tendrán que oponer algo a esta última deducción etimológica. Pero sólo puede atribuirse a una mera casualidad el que la palabra intellegantia no se halla usado igual que intellígentia, como se dice en latín. El hombre es inteligente, en los casos en que lo es, porque necesita elegir. Y porque tiene que elegir, tiene que hacerse libre. De ahí procede esta famosa libertad del hombre, esta terrible libertad del hombre, que es también su más alto privilegio. Sólo se hizo libre porque se vio obligado a elegir, y esto se produjo porque tenía una fantasía tan rica, porque encontró en sí tantas locas visiones imaginarias.” 

"Pero esas gentes que de nada entienden, menos que nada entienden de elegancia, y no conciben que una vida y una obra puedan cuidar esta virtud. Ni de lejos sospechan por qué esenciales y graves razones es el hombre el animal elegante. Dies irae, dies illa.”

Hay un lugar en Dante en el cual, para representar unas almas todo llama que están cubiertas como por una atmósfera, gas o nube blanca, dice de ellas que "parva fuocco dietro all'alabastro": parecen fuego tras de alabastro. He aquí, a mi modo de ver, el lema de toda elegancia: "ser fuego y parecer frígido alabastro, ser actividad y dinamismo y frenesí y parecer contención y dominio y renuncia": la elegancia "parva fuocco dietro all'alabastro".” 

"Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir.”


He dicho.

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