“De desnuda que está, brilla la estrella”.
Rubén Darío.
El alma femenina parece tener tantos estratos como la misma piel
que la recubre y separa del ámbito que la rodea.
Souvent femme varie, bien fol est qui s´ y fie, dice un dístico grabado
en una de las vidrieras del castillo de Chambord, paráfrasis del conocido verso
de Virgilio varium et mutabile Semper femina.
Estas frases, con la que se intenta definir los frecuentes estados de mutación anímica
y corpórea de la mujer, ponen de relieve lo complejo del ser femenino,
siempre cambiante.
Madre o Venus, objeto de devoción o de deleite, la mujer
parece escindir su alma y sus afectos entre esa doble función.
pero debiéramos renunciar a la idea de que nació esclava y de que
su historia es una lenta progresión a modos de vida más soportables.
Los vestigios más remotos de la historia de la humanidad no demuestran la supremacía
del hombre sobre la mujer. E incluso algunos antropólogos, al estudiar
los privilegios de la mujer en el seno de determinadas sociedades, han
formulado la hipótesis de la existencia de un estado en la evolución social caracterizado
por la cultural matriarcal, en la que el dominio del grupo estaría ejercido por la mujer.
cierto o falso, de lo que no cabe duda es de que la mujer ha tenido en la historia
una nada desdeñable importancia al lado del varón.
La mujer no es tan sólo colaboradora del hombre, sino una compañera
cuya belleza sirve de constante estímulo para el quehacer del hombre.
Si nos preguntamos qué es ese ideal estético que tantas horas de nuestra vida
nos hace gastar en su busca, nos encontramos con muy diversas teorías,
que oscilan desde la postura platónica de considerar la belleza sensible como una
imitación imperfecta de la Belleza inteligible, hasta el supuesto irracionalista de
que lo bello depende de nuestra estimativa emocional, tan cambiante según los lugares y las épocas.
Para la escolástica, y en especial para santo Tomás de Aquino, lo bello es un atributo real
de los seres, un resplandor originado por su perfección y que produce
en nosotros un sentimiento de admiración.
¿No será esta admiración la misma que nos produce aquellas imágenes,
formas o sonidos a través de las cuales, artistas y escritores han expresado
su concepto de lo bello?
Aunque, dentro del relativismo de lo bello, cada uno de ellos hubo de expresar
los sentimientos e ideas de la época que les correspondió vivir, no cabe
duda de que constituyen hoy, para nosotros, unos cronistas de excepción del
universo estético y las costumbres de su época.
El arte helénico, caracterizado por su diafanidad, empezó a dar
a los dioses forma de verdaderos hombres.
A través de sus esculturas podemos admirar el contante esfuerzo
por precisar la anatomía humana y lograr un perfeccionamiento
al de la forma que ésta pudiera expresar plásticamente el canon de la
Belleza ideal.
Tal fue la intención de Praxíteles al realizar la Afrodita de Cnido, que recoge el
momento en que la diosa se despoja de sus ropajes para entrar en el baño.
La plenitud de formas plásticas, que en nada desvirtúan su esbeltez ni su elegancia,
reflejan ese sentido de voluptuosidad griega, que concibe a la mujer más como
amante que como madre.
Afrodita, la Venus romana, es la diosa cuyos encantos ningún hombre
puede resistir, dotada de todos los hechizos, para ser amada.
Si Dante Alighieri, muchos años más tarde, intentó encontrar la clave
de la belleza esencial en las justas proporciones, el arte girego, en el siglo IV
antes de Cristo, había procurado hallar la fórmula plástica de esas mismas proporciones.
Pero aún encontrándonos con obras cuyo goce estético radica en el intento
de objetivar un canon ideal de belleza sigue dando pie a muy diversas polémicas.
unos versos de Miguel Ángel nos ilustran suficientemente para conocer
el núcleo del problema:
Dime, oh Dios, si mis ojos realmente
la fiel verdad de la belleza miran;
o si es que la belleza está en mi mente
y mis ojos la ven doquier que giran.
Y sin embargo, a pesar de la diversidad de ideas sobre la belleza
y de la misma diversidad del sentimiento de la misma, podemos
afirmar, haciendo nuestra la frase de Henri Poincaré,
que si la naturaleza no fuese bella no valdría la pena
nuestro esfuerzo por conocerla.
La mujer, símbolo de vida, es en esta labor la mejor fuente de inspiración del hombre.
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