lunes, 2 de abril de 2012

Podredumbre

Respiramos demasiado pronto para poder aprehender las cosas en sí mismas o para denunciar su fragilidad. Nuestro jadeo las postula y las deforma, las crea y las desfigura, y nos encadena a ellas. Me agito, emito un mundo tan sospechoso como esa especulación mía que lo justifica, me desposo con el movimiento que me transforma en generador de ser, en artesano de ficciones, mientras que mi verbo cosmogónico me hace olvidar que arrastrado por el torbellino de los actos no soy más que un acólito del tiempo, un agente de universos caducos.

 Ahítos de sensaciones y de su corolario, el devenir, somos no‑liberados por inclinación y por principio, condenados selectos, presa de la fiebre de lo risible, husmeadores en esos enigmas superficiales a la medida de nuestro agobio y nuestra trepidación.
 Si queremos recobrar nuestra libertad, lo que nos cuadra es deponer el fardo de la sensación no reaccionar ya al mundo por medio de los sentidos, romper nuestros lazos. Empero, toda sensación es lazo, el placer tanto como el dolor, la alegría como la tristeza. Sólo se libera el espíritu que, puro de todo contubernio con seres u objetos, se ejerce en su vacuidad.

 Resistirse a la felicidad es algo que la mayoría logra; la desdicha, en cambio, es insidiosa de otro modo. ¿La habéis probado alguna vez? Nunca os saciaréis de ella, la buscaréis con avidez y, preferentemente, allí dónde no está, y la proyectaréis ahí pues, sin ella, todo os parecería inútil y sin brillo. Se encuentre donde se encuentre, expulsa el misterio y lo torna luminoso. Sabor y llave de las cosas, accidente y obsesión, capricho y necesidad, os hará amar la apariencia en lo que tiene de más potente, de más duradero y de más cierto, y os atará a ella para siempre pues, «intensa» por naturaleza, es, como toda «intensidad», servidumbre, sujeción. ¿Cómo alzarse hasta el alma indiferente y nula, hasta el alma desligada? Y ¿cómo conquistar la ausencia, la libertad de la ausencia? Nunca figurará esta libertad entre nuestras costumbres, como tampoco «el sueño del espíritu infinito».

 Para identificarse con una doctrina venida de lejos, habría que adoptarla sin restricciones: ¿Cómo se compagina consentir en las verdades del budismo y rechazar la trasmigración, base misma de la idea de renunciamiento? ¿Y suscribir a los Vedas, aceptar la concepción de la irrealidad de las cosas y comportarse como si existieran? Inconsecuencia inevitable para todo espíritu educado en el culto de los fenómenos. Porque debemos confesarlo: tenemos el fenómeno en la sangre. Podemos despreciarlo o aborrecerlo, no por ello dejará de ser nuestro patrimonio, nuestro capital de muecas, el símbolo de nuestra crispación en este mundo. Raza de convulsivos, en el centro mismo de una broma de proporciones cósmicas, hemos impreso en el universo los estigmas de nuestra historia, y de esa iluminación que invita a perecer tranquilamente nunca seremos capaces. Hemos elegido desaparecer por nuestras obras, no por nuestros silencios: nuestro futuro se lee en la risotada de nuestros rostros, en nuestros rasgos de profetas mortecinos y afanosos. La sonrisa de Buda, esa sonrisa que flota sobre el mundo, no ilumina nuestros rostros. A lo máximo, concebimos la dicha; nunca la felicidad, privilegio de las civilizaciones fundadas sobre la idea de salvación, sobre la negativa a saborear sus males, a deleitarse en ellos; pero, sibaritas del dolor, retoños de una tradición masoquista, ¿quién nos columpiará entre el Sermón de Benarés y el Heautontimoroumenos? «Soy la herida y el puñal»: tal es nuestro absoluto, nuestra eternidad.
 En cuanto a nuestros redentores, venidos entre nosotros para nuestro mayor oprobio, amamos la nocividad de sus esperanzas y de sus remedios, la diligencia que ponen en favorecer y exaltar nuestros males, el veneno que nos inoculan sus palabras de vida. Les debemos el ser expertos en el sufrimiento sin remedio. ¡A qué tentación, a qué extremos nos conduce la lucidez! ¿Vamos a desertar de ella para refugiarnos en la inconsciencia? Cualquiera puede salvarse por medio del sueño, cualquiera tiene genio mientras duerme: no hay diferencias entre los sueños de un carnicero y los de un poeta.


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