El mundo marcha a la aventura, no tiene finalidad. Dios es, por lo tanto, inútil, puesto que nada quiere. Si quisiera algo, y en eso se reconoce la formulación tradicional del problema del mal, tendría que asumir “una suma de dolor y de ilogismo que rebajaría el valor total del devenir”. Al estar privado de la voluntad divina, el mundo está privado igualmente de unidad y de finalidad, por eso no se puede juzgar al mundo. Todo juicio de valor acerca de él lleva finalmente a la calumnia de la vida. Se juzga entonces lo que es por referencia a lo que debería ser, reino del cielo, ideas eternas o imperativo moral. Pero lo que debería ser no es; este mundo no puede ser juzgado en nombre de nada. [...] La conducta moral, tal como la ilustró Sócrates, o tal como la recomienda el cristianismo, es en sí misma un signo de decadencia. Quiere sustituir al hombre de carne por un hombre reflejo. Condena el universo de las pasiones y los gritos en nombre de un mundo armonioso completamente imaginario. Si el nihilismo es la impotencia para creer, su síntoma más grave no se encuentra en el ateísmo, sino en la impotencia para creer lo que es, para ver lo que se hace, para vivir lo que se ofrece. Esta enfermedad está en la base de todo idealismo. La moral no tiene fe en el mundo. Un día se dejará de hacer el bien por razones morales.
Para el cristianismo recompensa y castigo suponían una historia. Pero, en virtud de una lógica inevitable, la historia entera termina por significar recompensa y castigo: ese día nace el mesianismo colectivista. Así, la igualdad de las almas ante Dios lleva habiendo muerto Dios, a la igualdad simplemente.
“Cuando no se encuentra la grandeza en Dios, no se la encuentra en ninguna parte; hay que negarla o crearla”. Negarla era la tarea del mundo que le rodeaba y que veía correr al suicidio. Crearla fue la tarea sobrehumana por la que quiso morir.
El mundo es un devenir. El devenir es devenir en el tiempo, es temporalidad. El tiempo, el devenir, asumen la figura de un niño, la movilidad de un niño que juega. El ruego es liviano, en tanto la ley es pesada. A orillas del mar hay un niño que juega, desplazando de aquí para allá las piezas de su juego. Imagen de liviandad, de inocencia, de casualidad feliz, esta imagen, tan cotidiana, tiene algo de “divino”. El niño que “juega” con el mundo tiene un aspecto ultrahumano. Debemos cumplir un gran salto imaginativo, superar con la fuerza de nuestra abstracción imaginadora las capas más duras de la realidad -de la ley, de la culpa-, para poder descubrir en aquello que es posible ver cada día y que cada uno puede recordar de sí un tramo que parece dar enteramente vuelta lo cotidiano; detener la imagen, percibir en ella un valor de permanencia que pertenece al fondo de las cosas sencillas, esas que sencillamente suceden, tales como el brillo del sol, el murmullo del mar, la lluvia que cae. En la simplicidad del puro suceder -un niño juega a orillas del mar- la realidad se eleva, deviniendo única, plena, “divina”.
Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla aún una vez más y un número infinito de veces; nada nuevo habrá en ella, sino que cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada gemido, y todo lo infinitamente pequeño y grande de tu vida tendrá que retornar a vos, y todo en el mismo orden y en la misma sucesión -e igualmente esta araña y este claro de luna entre los árboles, y también este instante y yo mismo. ¡El eterno reloj de arena de la existencia no cesará de ser invertido de nuevo -y vos con él, corpúsculo de polvo» -¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablase? O bien has vivido ya el instante prodigioso en que podrías responderle: «¡Tú eres un dios y jamás he oído algo más divino!» Si este pensamiento ejerciera sobre vos su imperio, te transformaría, haciendo de vos, tal como eres, otro, te aniquilaría quizás; la cuestión a propósito de todo y cada cosa «¿quieres esto aún una vez más y un número infinito de veces?» pesaría como el peso más pesado sobre tu proceder.
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