lunes, 2 de abril de 2012

El yo creador

Tal vez puedan parecer débiles las razones contra el Dios creador: el mismo término es incomprensible, que nadie (ningún hombre) es capaz de crear algo, que de la nada no puede salir nada... Pero hay que convenir en que la misma tradición del lenguaje nos ha acostumbrado a atribuir una realidad a unos términos, meramente por su uso repetido durante siglos. Así ocurría en la Edad Media con las brujas y los demonios, y así ocurre en la actualidad con los extraterrestres y sus excursiones por nuestro planeta. Ca.
Es curioso observar que los filósofos griegos, incluso los que admitían una cierta divinidad, como Platón, Aristóteles o Plotino, consideraron siempre como absurda la posibilidad misma de creación.
¿Quién es Dios?

Puesto que sus representantes en la tierra han tenido la amabilidad de describírnoslo con todo lijo de detalles, aprovechemos estos, examinemos de cerca y detenidamente, pues para discutirlo bien, es preciso conocerlo bien.

A fin de reconocer su valor, examinemos las tres proposiciones que lo componen.
Ese Dios, con un gesto potente y fecundo ha hecho todas las cosas de la nada; el ser del no ser, y por su sola voluntad ha sustituido con el movimiento, la inercia, con la vida universal, la muerte universal: es el Creador, que lejos de volver a su inactividad secular y continuar indiferente a la cosa creada, se preocupa de su obra, se interesa, interviene, cuando lo cree necesario, la administra, la dirige, la gobierna. Es la Providencia que, convertida en Tribunal Supremo, hace comparecer ante él a cada uno después de la muerte; le juzga según los actos de su vida, pesa en la balanza sus buenas y sus malas obras, y pronuncia en último extremo, sin recurso posible, la sentencia que hará del juzgado, por todos los siglos de los siglos, el más dichoso o el más desgraciado de los seres. Es la Justicia Suprema.

Luego Dios, que posee todos los atributos, no excepcional sino infinitamente, no admite grados de comparación: es la Justicia, la Bondad, la Misericordia, la Potencia, la Sabiduría infinitas.

¿Cuándo empezó a vivir Dios?
¿Qué fue primero Dios o el universo?
Si admitimos que el universo es infinito, Dios deberá ser más infinito
que el infinito, lo cual es manifiestamente absurdo.
La luz brota de Dios cuando aparece. Pero, ¿qué le precede?
¿Qué es esa oscuridad anterior a la palabra “divina”: Hágase la luz?
Si Él  era todo, ¿podría haber nada?
¿ Coexistían Dios y la Nada, gemelos absurdos, o más bien, confundimos la Nada, simplemente, con la ausencia del mundo y del hombre?
Si Dios es Dios, no necesita al mundo y al hombre. Existe en sí. Se basta a sí mismo. ¿Porqué creó lo innecesario?
Si el mundo nace de la esencia de Dios, el mal es inconcebible.
Y si el mal nace del Bien, vivimos en el absurdo.

¿Qué es crear? ¿Es valerse de materiales diferentes y utilizando ciertos principios experimentales, aplicando ciertas reglas conocidas, aproximar, agrupar,  asociar, ajustar esos materiales, a fin de hacer cualquier cosa?
Eso no es crear.
Crear es obtener algo de la nada; es formar lo existente de lo inexistente. Por tanto, yo imagino que no encontrará ni una sola persona dotada de mediana razón que conciba cómo con nada puede hacerse alguna cosa.
Supongamos un matemático. Buscad al calculador de más mérito: ponedle delante una pizarra; solicitad de él que trace ceros y más ceros, y una vez la operación terminada, ya puede multiplicar cuanto quiera, dividir hasta que se canse, realizar toda clase de operaciones matemáticas, y no llegará jamás a extraer de esa acumulación de ceros una sola unidad. Con nada, nada puede hacerse; de nada, no puede obtenerse nada, y el famoso aforismo de Lucrecio “ex nihilo nihil”, resulta de una certeza y una evidencia manifiestas. El gesto creador es un gesto imposible de admitir, es un absurdo.



El espíritu puro no está separado del universo por diferencia de grado, de cantidad, sino por una diferencia de naturaleza, de calidad. De suerte que el espíritu puro no es, no puede ser, una amplificación del Universo; ni tampoco el Universo es, ni puede ser, una reducción del espíritu puro. La diferencia aquí no es solamente una distinción, es una oposición: oposición de naturaleza; esencial, fundamental, irreductible, absoluta.
El espíritu puro no admite ninguna alianza material; no tiene ni forma, ni cuerpo, ni línea, ni materia, ni proporción, ni profundidad, ni extensión, ni volumen, ni color, ni sonido, ni densidad, todas cualidades inherentes al Universo y que no han podido ser determinadas por la abstracción metafísica.

Estoy segurísimo que si hago a un creyente esta pregunta: ¿Lo imperfecto puede producir lo perfecto? Me respondería sin la menor vacilación negativamente.
         Lo perfecto es lo absoluto; lo imperfecto, lo relativo; enfrente de lo perfecto, que significa todo, lo relativo, lo contingente, no significa nada, no tiene valor, se eclipsa, y, por lo tanto, no hay nadie capaz de establecer relación alguna entre ambos; a <<fortiori>> sostenemos la imposibilidad de evidenciar, en este caso, la rigurosa concomitancia que debe existir entre la causa y el efecto.
         Es, por lo tanto, imposible que lo perfecto haya podido determinar lo imperfecto. Por el contrario, existe una relación directa, fatal y hasta matemática entre una obra y su autor. Por la producción se conoce el valor intelectual, la capacidad, la habilidad del sabio, del pensador, del obrero, del artista, como por la calidad del fruto se distingue el árbol a que pertenece.
La Naturaleza es bella; el Universo es grandioso y yo admiro apasionadamente, tanto como el que más, los esplendores y las magnificencias de las que nos ofrece un ininterrumpido espectáculo. Sin embargo, por muy entusiasta que yo sea de las bellezas naturales, y por grande que sea el homenaje que les rinda, no me atreveré a sostener que el Universo sea una obra sin defectos, irreprochable, perfecta. Y no creo que haya nadie capaz de sostener tal opinión. Luego, no siendo la obra irreprochable, el autor, el Dios de los creyentes, tampoco es perfecto. En conclusión: O Dios no existe o no puede ser el Creador, tal es mi convicción. O bien: siendo el Universo una obra imperfecta, Dios no puede ser sino imperfecto. Silogismo o dilema, la conclusión del razonamiento es la misma.
         Lo perfecto no puede determinar lo imperfecto.

Si Dios existe, es eterno, activo y necesario. ¿Eterno? Lo es por definición. Es su razón de ser. No puede concebirse comenzando o acabando; no puede haber aparición ni desaparición. Es de siempre.
¿Activo? Lo es y no puede dejar de serlo, puesto que su actividad se ha afirmado, dicen los creyentes, por la acción más colosal y más majestuosa que imaginarse pueda: la Creación de los Mundos.
¿Necesario? Lo es y no puede dejar de serlo pues sin su voluntad nada existiría, puesto que es el autor de todas las cosas, el punto inicial de donde todo salió, la fuente única y primera de donde todo emana, puesto que, suficiente en sí mismo, ha dependido de su sola voluntad que todo sea o que no sea nada. Por lo tanto es: eterno, activo, necesario.

Dios es en todo tiempo activo y necesario. Pero entonces no puede haber creado, desde el momento en que la idea de creación implica de manera absoluta la idea de principio, de origen. Una cosa que empieza, no ha existido siempre. Existió necesariamente un tiempo en que antes de ser no era y corto o largo, este tiempo fue el que precedió a la cosa creada, es imposible suprimirlo, pues de todos modos existe.
Así resulta que: o Dios no fue eternamente necesario, y solo llego a serlo por la creación. Y si es así, resulta que le faltaba a ese Dios antes de la creación estos dos atributos: La actividad y la necesidad. Era un Dios incompleto, era solo un pedazo de Dios y tuvo la necesidad de crear para llegar a ser activo y necesario, y completarse.

O bien Dios es eternamente activo y necesario y, en este caso, ha creado eternamente. La creación es eterna, el Universo no ha comenzado jamás, existió en todo tiempo, es eterno como Dios, es Dios mismo con el cual se confunde.
Siendo así, el universo no ha tenido principio alguno, no ha sido creado.

Así, pues, en el primer caso, Dios, antes de la creación, no era ni activo, ni necesario, estaba incompleto, es decir, era imperfecto, y, por lo tanto, no existía, o bien, en el segundo caso siendo Dios eternamente activo y eternamente necesario, no puedo llegar a serlo y no pudo haber creado. Imposible salir de aquí.


 Si Dios existe, es inmutable. No cambia, no puede cambiar. Mientras que en la Naturaleza todo se modifica, se metamorfosea, se transforma, pues nada es definitivo, ni llega a serlo, Dios, punto fijo, inmóvil en el espacio, no sujeto a modificación alguna, no se transforma, ni puede llegar a transformarse.


Es hoy lo que fue ayer, será mañana lo que es hoy. Que se busque a Dios en la lejanía de los siglos pasados como en la de los tiempos futuros, es y será constante idéntico en sí.

Dios es inmutable. Sin embargo, sostengo que si Dios ha creado, no es inmutable, pues ha cambiado dos veces. Determinarse a querer, es cambiar. Es evidente que existe un cambio entre el ser que quiere una cosa y el que queriéndola la pone en ejecución. Si yo deseo y quiero hoy lo que no deseaba ni quería hace cuarenta y ocho horas, es que se ha producido en mi, o a mi alrededor, una serie de circunstancias que me han inducido a querer. Este nuevo deseo de querer constituye una modificación que no se puede poner en duda, que es indiscutible.

Paralelamente: accionar o determinarse a accionar, es modificarse. Es también cierto que esta doble modificación, querer obrar, es mucho más considerable y más valiente, pues se trata de una resolución grave y de una acción importante.
Dios ha creado, decís vosotros. Sea. Entonces ha cambiado dos veces: la primera vez, cuando tomó la determinación de crear; la segunda vez, al llevar a la práctica esta determinación y ejecutarla.

Si ha cambiado dos veces, no es inmutable. Y si no es inmutable, no es Dios, no existe.
El Ser inmutable no puedo haber creado.


 Ahora bien: ¿Cuál pudo ser esta razón? ¿Por qué motivo tomó Dios la resolución  de crear? ¿Qué móvil le impulso a ello? ¿Qué deseo germinó en él? ¿Qué designio se forjó? ¿Qué idea persiguió? ¿Qué fin se había propuesto?

Bien mirado, este Dios no puede experimentar ningún deseo, puesto que su felicidad es infinita, ni perseguir ningún fin, cuando nada falta a su perfección; no puede formar ningún designio, puesto que nada puede extender su poder; no puede determinarse a querer nada no teniendo necesidad alguna.

Todos me dicen: “No tiene usted derecho para hablar de Dios en la forma en que lo hace. Ese Dios no es el nuestro. El nuestro no puede usted concebirlo, puesto que es superior a usted, puesto que lo desconoce. Sepa que lo que es fabuloso para el hombre más fuerte y más inteligente en todas las ramas del saber, es para Dios un simple juego de niños. No olvide que la humanidad no puede moverse en el mismo plano que la divinidad. No pierda de vista que le es tan imposible comprender al hombre comprender la manera en que Dios precede como a los minerales imaginar cómo viven los vegetales, como a los vegetales concebir el desarrollo de los minerales y a los animales saber cómo viven y operan los hombres. Dios ocupa unas alturas a las que usted es incapaz de llegar; habita unas montañas para usted inaccesibles”.
Respondo:  Señores, me dan  consejos de lealtad que estoy dispuesto a aceptar. Me hacen recordar que soy un simple mortal, lo que legítimamente reconozco, y de lo que procuro no separarme.
Me decís que Dios me supera, que lo desconozco. Correcto. Consiento en reconocerlo, afirmo que lo finito no puede concebir ni explicar lo infinito, pues es una verdad tan cierta y tan evidente que no está en mi mano hacerle oposición alguna. Ves, pues, que hasta aquí estamos de perfecto acuerdo, de lo que espero estén  bien contentos.

Solamente permítanme les dé iguales consejos de lealtad y de modestia, para preguntarles: ¿No son ustedes hombres lo mismo que yo? ¿No los supera Dios como a mí me supera? ¿Nos lo es inaccesible como lo es para mí? ¿Tendrán la pretensión de creerse iguales a la Divinidad? ¿Tendrán la manía de pensar y la tontería de creer que de un vuelo pueden  llegar a las alturas que Dios ocupa? ¿Serán presuntuosos al extremo de creer que sus pensamientos, que es finito, pueda comprender lo infinito?
Tened, en fin, la probidad de reconocer que, si porque a mí no me es permitido concebir y  explicar a Dios, se me niega el derecho a negarlo, a ustedes, como a mí, no les es permitido concebirlo ni explicarlo, tampoco tienen derecho a afirmarlo.
No crean que por esto quedamos en igual situación que antes. Puesto que fueron los primeros en afirmar la existencia de Dios, tienen el deber de ser los primeros en cesar en vuestras afirmaciones.
Cesen de afirmar y yo cesaré de negar.

La multiplicidad de las religiones atestigua que le falta o poder o justicia. No hablemos de los dioses muertos, de los cultos abolidos, de las religiones olvidadas porque éstas se cuentan por miles de miles. No hablemos sino de las religiones existentes. Según los cálculos mejor fundados, se conocen actualmente ochocientas religiones que se disputan el imperio de los mil ochocientos millones de conciencias que pueblan nuestro planeta. No puede dudarse que cada una reclama para sí el privilegio de que sólo su Dios es el verdadero, el auténtico, el indiscutible, el único, y que todos los otros dioses son dioses de risa, dioses falsos, dioses de contrabando y de pacotilla, y que es obra piadosa combatirlos y aplastarlos. A esto ya agrego que si en lugar de ochocientas no hubiera sino cien religiones, o diez, o dos, mi argumento tendría el mismo valor.
Por tanto, sostengo que la multiplicidad de estos dioses atestigua que no hay ninguno, porque al mismo tiempo certifica que Dios no es poderoso ni justo. Si fuera poderoso, hubiera podido hablar a todos con la misma facilidad con que lo haría a unos pocos. Hubiera podido mostrarse, revelarse a todos, sin emplear más esfuerzo que para un reducido número. Un hombre –cualquiera que sea– no puede mostrarse ni hablar más que a un reducido número de hombres; sus cuerdas vocales tienen una resistencia que no puede exceder ciertos límites. ¡Pero Dios! Dios, que puede hablar a todos –por grande que sea el número– con la misma facilidad que a unos pocos. Cuando se eleva, la voz de Dios puede y debe repercutir en los cuatro puntos cardinales.
El Verbo no conoce ni distancia ni obstáculo. Atraviesa los océanos, escala las alturas, franquea los espacios sin la más mínima dificultad. Puesto que Él ha querido –la religión así lo afirma– hablar a los hombres, revelarse a ellos, confiarles sus designios, indicarles su voluntad, hacerles conocer su Ley, bien hubiera podido hacerlo a todos y no a un puñado de privilegiados.

Pero no ha sido así, puesto que unos lo ignoran, otros lo niegan y otros, en fin, establecen competencias poniendo unos dioses frente a otros. ¿Y en estas condiciones, no estiman sensato pensar que no ha hablado a nadie y que las múltiples revelaciones que se le atribuyen son otras tantas imposturas, o, más aún, que si no ha hablado más que a unos pocos, ha sido porque era incapaz de hablar a todos?

Siendo así, yo le acuso de impotencia. Y si no queréis que le acuse de impotencia le acusaré de injusticia. ¿Qué pensar de un Dios que sólo se hace visible a un reducido número y se esconde para los otros? ¿Qué pensar de ese dios que dirige la palabra a unos y para otros guarda el más profundo silencio?
No olvidéis que los representantes de ese dios afirman que es el padre de todos y que todos somos también los hijos amados del padre que reina allá arriba, en los cielos. Y bien ¿Qué piensan ustedes de ese padre que, exuberante de ternezas para algunos privilegiados, revelándose a ellos, les evita las angustias de la duda, las torturas de la vacilación, mientrás que voluntariamente condena a la inmensa mayoría de sus hijos a los tomentos de la incertidumbre? ¿Qué piensan ustedes de ese padre que se representa a  una parte de sus hijos, en medio del esplendor de su majestad, mientras que para los otros queda envuelto en las más oscuras tinieblas? ¿Qué piensan ustedes de ese padre que exige a sus hijos que practiquen un culto, le rindan adoración y respeto, y llama a unos pocos a escuchar su verdadera palabra, mientras que con deliberado propósito niega a los demás esta distinción, este insigne favor? Si ustedes estiman que este padre es bueno, no se sorprendan si mi opinión es diferente.
La multiplicidad de las religiones proclama bien claro que al Dios de los cristianos le falta poder o justicia.
Pero Dios debe ser infinitamente poderoso e infinitamente justo –afirman los cristianos– y si le falta alguno de estos dos atributos, el poder o la justicia, no es perfecto, y no siendo perfecto no tiene razón de ser y por lo tanto no existe.
La multiplicidad de los dioses demuestra que no existe ninguno.

 Dios no es infinitamente bueno: El infierno lo atestigua.
Dios podía –puesto que era libre– no crearnos, pero nos ha creado. Dios podía –puesto que es todopoderoso– crearnos buenos, pero nos ha creado buenos y malos. Dios podía –puesto que era bueno– admitirnos a todos en su Paraíso después de nuestra muerte, contentándose como castigo con el tiempo de sufrimientos y de tribulaciones que pasamos en la tierra. Dios podía, en fin –puesto que es justo– no admitir en su Paraíso a los malos, negándoles el acceso, mas antes debiera destruirlos totalmente a su muerte y no condenarlos a los sufrimientos del infierno.
Porque quien puede crear, puede destruir; quien tiene poder para dar la vida, lo tiene para destruirla, para aniquilarla. Veamos: Ustedes no son dioses. Ustedes no son ni infinitamente justos, ni infinitamente misericordiosos. Pero tengo la absoluta seguridad, sin que por esto nos atribuya cualidades que quizás no posean, que si estuviera en poder nuestro, sin que esto nos exigiera un gran esfuerzo, sin que resultara para todos ningún perjuicio moral ni material; si en su poder estuviera, repito, dentro de las condiciones indicadas, evitar a un ser humano una lagrima, un dolor, un sufrimiento, afirmo que lo haría sin titubeos, sin vacilaciones. ¡Y sin embargo, no son ni infinitamente buenos, ni infinitamente misericordiosos! ¿Serán ustedes mejores, más misericordiosos que el Dios de los cristianos?

“Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.” Estas palabras significan, sin abusar de su valor, cuán ínfimo sea el número de los salvos, y considerable el de los condenados. Esta afirmación es de una crudeza tan monstruosa, que se ha procurado darle otro significado. Poco importa: el Infierno existe y es evidente que los condenados –muchos o pocos– sufrirán los más crueles tormentos
Preguntamos ahora nosotros: ¿a quién pueden beneficiar los tormentos de los condenados?
¡Evidentemente, no! Por definición, los elegidos serán los justos, los virtuosos, los fraternales, los compasivos, y sería absurdo suponer que su felicidad, ya incomparable, pudiera ser acrecentada con el espectáculo de sus hermanos torturados. ¿Será, pues, a los condenados mismos? Tampoco, puesto que la Iglesia afirma que el suplicio de estos desgraciados no acabará jamás, y que por los siglos de los siglos sus sufrimientos serán tan horripilantes como el primer día. ¿Entonces? Entonces, aparte de los elegidos y de los condenados, solo existe Dios.


El mal existe. Todos los seres sensibles conocen el sufrimiento. Dios, que todo lo sabe, no debe ignorarlo. De dos cosas una: O Dios quiere suprimir el mal y no puede. O Dios puede suprimir el mal y no quiere. En el primer caso, Dios quisiera suprimir el mal, y por ello es bueno, comparte los dolores que nos aniquilan, que nosotros sufrimos. ¡Ah, si solo dependiera de Él! El mal seria suprimido y el bienestar reinaría sobre la tierra. Una vez más diremos que Dios es bueno, pero es impotente al no poder suprimir el mal.
En el segundo caso, Dios podría suprimir el mal. Sería suficiente que lo quisiera, para que el mal fuera abolido. Es todopoderoso, mas no lo quiere suprimir, y, por lo tanto, no es infinitamente bueno.
Aquí Dios es poderoso pero no es bueno; allá Dios es bueno, mas no es poderoso. Pero para admitir su existencia no es suficiente que posea una de esas dos perfecciones: poder o voluntad, es indispensable que posea las dos. Este razonamiento no ha sido jamás refutado.
Entendámonos: al decir jamás; quiero decir que no se ha llegado a refutarlo razonadamente, aunque muchas veces se ha ensayado. El intento de refutación más conocido es el siguiente:
“Todos plantean en términos erróneos el problema del mal. Es un equívoco cargar sobre Dios la responsabilidad. Cierto que el mal existe, es innegable; pero es al hombre a quien hay que hacer responsable: Dios no ha querido que el hombre sea un autómata, una máquina, que obedeciera fatalmente. Al crearlo le dio completa libertad tan generosamente otorgada, le concedió la facultad de hacer en todas las circunstancias el uso que creyera más conveniente; y si el hombre en vez de hacer uso noble y juicioso de este don inestimable, lo hizo criminal y odioso, no es a Dios a quien hay que acusar, pues sería injusto: hay que acusar al hombre, lo que es más equitativo.”












He aquí la clásica objeción. ¿Cuánto vale? Nada. Me explicaré: hagamos distinción entre el mal físico y el mal moral. El mal físico es la enfermedad, el sufrimiento, el accidente, la vejez, con su cortejo de reminiscencias y enfermedades; es la muerte, que indica la perdida cruel del ser que amamos. Hay niños que mueren algunos días después de nacer, sin haber conocido otra cosa que el sufrimiento; existen numerosos individuos para quienes la vida no es sino una larga serie de sufrimientos, para los que hubiera sido preferible no haber nacido; en el orden natural, las epidemias, los cataclismos, los incendios, las sequías, las inundaciones, las tempestades, el hambre, toda esta enormidad de trágicas fatalidades, acumula el dolor y la muerte. ¿Quién osará decir que de este mal físico debe hacerse al hombre responsable? ¿Quién no comprende que si Dios ha creado el Universo, si es Él quien le ha dotado de las formidables leyes que lo rigen, y si el mal físico no es sino el conjunto de esas fatalidades que resultan del juego normal de las fuerzas de la naturaleza? ¿Quién no comprenderá que el autor responsable de estas calamidades lo es con toda certeza el que ha creado el Universo y lo gobierna?
Supongo que sobre este punto no hay duda posible. Dios que gobierna el Universo, es el responsable del mal físico. Con esta respuesta sería suficiente, y, sin embargo, voy a continuar. Pretendo que el mal moral es tan imputable a Dios como el mal físico puesto que si Dios existe, es Él quien ha ordenado la organización del mundo físico y que, en consecuencia, el hombre, víctima del mal moral, como del mal físico, no es ni más ni menos responsable del uno que del otro.

¿Qué somos nosotros? ¿Somos lo que hemos querido ser? ¡Indiscutiblemente, no! Dentro de la hipótesis Dios, somos lo que Él ha querido que fuéramos. Dios, al ser libre, hubiera podido no crearnos. Hubiera podido crearnos más perfectos, puesto que él es bueno. Colmarnos de todos los dones físicos, intelectuales y morales; crearnos más virtuosos, sanos y excelentes, puesto que es todopoderoso.
 ¿Qué somos nosotros? Nosotros somos lo que Dios ha querido que fuéramos. Nos ha creado según su capricho y su gusto. No puede darse otra respuesta a la interrogación, si se admite que Dios existe y que Él nos ha creado, Él ha previsto, querido, determinado nuestras condiciones de vida; ha coordinado nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestras pasiones, nuestros temores, nuestras esperanzas, nuestros odios, nuestras ternuras, nuestras aspiraciones. Él ha concebido, preparado el medio en el cual vivimos, determinando las circunstancias que a cada instante darán el asalto a nuestra voluntad, y determinaran nuestras  acciones. Ante este Dios formidablemente armado, el hombre es irresponsable.
El que no está bajo la dependencia de nadie es eternamente libre; el que se halla un “poco” bajo la dependencia de otro es un poco esclavo, y libre sólo por la diferencia; el que esta “mucho” bajo la dependencia de otro, es en el mismo grado esclavo, y no es libre mas que el resto, y, en fin, el que se halla “por completo” bajo la dependencia de otro es “totalmente” esclavo, no gozando de ninguna libertad.
El hombre existe como esclavo de la voluntad divina y su dependencia es tanto mayor cuanto más alejado esta de su Maestro. Si Dios existe, él solo sabe, puede y quiere; el solo es libre; el hombre no sabe nada, no puede nada, no vale nada; su dependencia es completa.
El hombre sometido a esa esclavitud, aniquilado bajo la dependencia plena y entera de Dios, no puede aceptar responsabilidad alguna. Y si es irresponsable no puede ser juzgado. Todo juicio implica castigo o recompensa; pero los actos de un irresponsable, no poseyendo ningún valor moral, están exentos de toda responsabilidad.
Los actos de un irresponsable pueden ser útiles o perjudiciales; moralmente no son ni buenos ni malos, ni meritorios ni responsables; juzgando equitativamente no pueden ser recompensados ni castigados. Por tanto, al erigirse en Justiciero, recompensado o castigando al hombre irresponsable, Dios es un usurpador que se arroga un derecho arbitrario y usa de él contra toda justicia.

Planteado así el problema, no admite, dentro de los actuales conocimientos humanos, ninguna solución definitiva, y que la sola actitud que conviene a los espíritus reflexivos y razonables, es la expectativa.

El Dios que yo he querido negar y el que ahora puedo decir que he negado su posibilidad, es el Dios de las religiones, el Dios Creador y Justiciero, el Dios infinitamente sabio, justo y bueno, que el clero se jacta en representar sobre la tierra e intenta ofrecer a nuestra veneración. No hay, no puede haber equivoco. Es ese Dios el que yo niego, o si se quiere discutir útilmente, es a ese Dios a quien hay que defender contra mis ataques.


Todo debate sobre otro terreno será, una diversión, y será, aún más, la prueba de que el Dios de las religiones no puede ser defendido ni justificado.

Todas las relaciones entre los pueblos han difamado de un Dios sin filosofía;  monarcas, gobiernos, castas y clero, conductores de pueblos y directores de conciencia han tratado a la humanidad como a un vil rebaño de carneros, para en último término ser esquilados, devorados, lanzados al matadero.

Vos que me escuchas, abre los ojos, observa, comprende. El cielo del que sin cesar te hablan; el cielo con cuya ayuda se intenta insensibilizar tu miseria, anestesiar tus sufrimientos y ahogar el gemido que a pesar de todo se exhala de tu pecho, es un cielo irracional, con un cielo desierto. Sólo tu infierno está poblado, es positivo.
Basta de lamentaciones; las lamentaciones son vanas, basta de postergaciones; las postergaciones son estériles. Basta de plegarias; las plegarias son impotentes.
¡Levanta, hombre! Derecho, altivo, rebelde, declara una guerra implacable al Dios que tanto tiempo ha impuesto a ti y a tus hermanos una embrutecedora veneración. Desembarázate de ese tirano imaginario y sacude el yugo de ésos que se pretenden sus representantes aquí en la tierra. Más acuérdate de que si sólo haces esto, la tarea no será realizada más que a medias. No olvides que de nada te servirá romper las cadenas que los dioses imaginarios, celestes y eternos han forjado contra vos, si no rompes las que en tu contra han formado los dioses pasajeros y positivos de la tierra. Estos dioses giran a tu alrededor, y procuran envilecerte y degradarte. Estos dioses son hombres como vos. Ricos y gobernantes, estos dioses de la tierra la han poblado de víctimas numerosas y de injustificables tormentos.
Puedan un día rebelarse los condenados de la tierra contra estos verdugos, para fundar la ciudad de la que estos monstruos queden para siempre desterrados.
Y cuando te hayas emancipado de los dioses, de cielo y de la tierra; cuando te hayas desembarazado de los tiranos de abajo y de los tiranos de arriba; cuando hayas realizado ese doble gesto de liberación, entonces, solamente, ¡oh, hermano!, saldrás del infierno en que te hayas y realizarás tu cielo. Dejarás las tinieblas de tu ignorancia para entrar de lleno en las puras claridades de tu inteligencia, despierto ya de la influencia letárgica de las religiones.


Podredumbre

Respiramos demasiado pronto para poder aprehender las cosas en sí mismas o para denunciar su fragilidad. Nuestro jadeo las postula y las deforma, las crea y las desfigura, y nos encadena a ellas. Me agito, emito un mundo tan sospechoso como esa especulación mía que lo justifica, me desposo con el movimiento que me transforma en generador de ser, en artesano de ficciones, mientras que mi verbo cosmogónico me hace olvidar que arrastrado por el torbellino de los actos no soy más que un acólito del tiempo, un agente de universos caducos.

 Ahítos de sensaciones y de su corolario, el devenir, somos no‑liberados por inclinación y por principio, condenados selectos, presa de la fiebre de lo risible, husmeadores en esos enigmas superficiales a la medida de nuestro agobio y nuestra trepidación.
 Si queremos recobrar nuestra libertad, lo que nos cuadra es deponer el fardo de la sensación no reaccionar ya al mundo por medio de los sentidos, romper nuestros lazos. Empero, toda sensación es lazo, el placer tanto como el dolor, la alegría como la tristeza. Sólo se libera el espíritu que, puro de todo contubernio con seres u objetos, se ejerce en su vacuidad.

 Resistirse a la felicidad es algo que la mayoría logra; la desdicha, en cambio, es insidiosa de otro modo. ¿La habéis probado alguna vez? Nunca os saciaréis de ella, la buscaréis con avidez y, preferentemente, allí dónde no está, y la proyectaréis ahí pues, sin ella, todo os parecería inútil y sin brillo. Se encuentre donde se encuentre, expulsa el misterio y lo torna luminoso. Sabor y llave de las cosas, accidente y obsesión, capricho y necesidad, os hará amar la apariencia en lo que tiene de más potente, de más duradero y de más cierto, y os atará a ella para siempre pues, «intensa» por naturaleza, es, como toda «intensidad», servidumbre, sujeción. ¿Cómo alzarse hasta el alma indiferente y nula, hasta el alma desligada? Y ¿cómo conquistar la ausencia, la libertad de la ausencia? Nunca figurará esta libertad entre nuestras costumbres, como tampoco «el sueño del espíritu infinito».

 Para identificarse con una doctrina venida de lejos, habría que adoptarla sin restricciones: ¿Cómo se compagina consentir en las verdades del budismo y rechazar la trasmigración, base misma de la idea de renunciamiento? ¿Y suscribir a los Vedas, aceptar la concepción de la irrealidad de las cosas y comportarse como si existieran? Inconsecuencia inevitable para todo espíritu educado en el culto de los fenómenos. Porque debemos confesarlo: tenemos el fenómeno en la sangre. Podemos despreciarlo o aborrecerlo, no por ello dejará de ser nuestro patrimonio, nuestro capital de muecas, el símbolo de nuestra crispación en este mundo. Raza de convulsivos, en el centro mismo de una broma de proporciones cósmicas, hemos impreso en el universo los estigmas de nuestra historia, y de esa iluminación que invita a perecer tranquilamente nunca seremos capaces. Hemos elegido desaparecer por nuestras obras, no por nuestros silencios: nuestro futuro se lee en la risotada de nuestros rostros, en nuestros rasgos de profetas mortecinos y afanosos. La sonrisa de Buda, esa sonrisa que flota sobre el mundo, no ilumina nuestros rostros. A lo máximo, concebimos la dicha; nunca la felicidad, privilegio de las civilizaciones fundadas sobre la idea de salvación, sobre la negativa a saborear sus males, a deleitarse en ellos; pero, sibaritas del dolor, retoños de una tradición masoquista, ¿quién nos columpiará entre el Sermón de Benarés y el Heautontimoroumenos? «Soy la herida y el puñal»: tal es nuestro absoluto, nuestra eternidad.
 En cuanto a nuestros redentores, venidos entre nosotros para nuestro mayor oprobio, amamos la nocividad de sus esperanzas y de sus remedios, la diligencia que ponen en favorecer y exaltar nuestros males, el veneno que nos inoculan sus palabras de vida. Les debemos el ser expertos en el sufrimiento sin remedio. ¡A qué tentación, a qué extremos nos conduce la lucidez! ¿Vamos a desertar de ella para refugiarnos en la inconsciencia? Cualquiera puede salvarse por medio del sueño, cualquiera tiene genio mientras duerme: no hay diferencias entre los sueños de un carnicero y los de un poeta.


La aventura de la vida

El mundo marcha a la aventura, no tiene finalidad. Dios es, por lo tanto, inútil, puesto que nada quiere. Si quisiera algo, y en eso se reconoce la formulación tradicional del problema del mal, tendría que asumir “una suma de dolor y de ilogismo que rebajaría el valor total del devenir”. Al estar privado de la voluntad divina, el mundo está privado igualmente de unidad y de finalidad, por eso no se puede juzgar al mundo. Todo juicio de valor acerca de él lleva finalmente a la calumnia de la vida. Se juzga entonces lo que es por referencia a lo que debería ser, reino del cielo, ideas eternas o imperativo moral. Pero lo que debería ser no es; este mundo no puede ser juzgado en nombre de nada. [...] La conducta moral, tal como la ilustró Sócrates, o tal como la recomienda el cristianismo, es en sí misma un signo de decadencia. Quiere sustituir al hombre de carne por un hombre reflejo. Condena el universo de las pasiones y los gritos en nombre de un mundo armonioso completamente imaginario. Si el nihilismo es la impotencia para creer, su síntoma más grave no se encuentra en el ateísmo, sino en la impotencia para creer lo que es, para ver lo que se hace, para vivir lo que se ofrece. Esta enfermedad está en la base de todo idealismo. La moral no tiene fe en el mundo. Un día se dejará de hacer el bien por razones morales.
Para el cristianismo recompensa y castigo suponían una historia. Pero, en virtud de una lógica inevitable, la historia entera termina por significar recompensa y castigo: ese día nace el mesianismo colectivista. Así, la igualdad de las almas ante Dios lleva habiendo muerto Dios, a la igualdad simplemente.
“Cuando no se encuentra la grandeza en Dios, no se la encuentra en ninguna parte; hay que negarla o crearla”. Negarla era la tarea del mundo que le rodeaba y que veía correr al suicidio. Crearla fue la tarea sobrehumana por la que quiso morir.
El mundo es un devenir. El devenir es devenir en el tiempo, es temporalidad. El tiempo, el devenir, asumen la figura de un niño, la movilidad de un niño que juega. El ruego es liviano, en tanto la ley es pesada. A orillas del mar hay un niño que juega, desplazando de aquí para allá las piezas de su juego. Imagen de liviandad, de inocencia, de casualidad feliz, esta imagen, tan cotidiana, tiene algo de “divino”. El niño que “juega” con el mundo tiene un aspecto ultrahumano. Debemos cumplir un gran salto imaginativo, superar con la fuerza de nuestra abstracción imaginadora las capas más duras de la realidad -de la ley, de la culpa-, para poder descubrir en aquello que es posible ver cada día y que cada uno puede recordar de sí un tramo que parece dar enteramente vuelta lo cotidiano; detener la imagen, percibir en ella un valor de permanencia que pertenece al fondo de las cosas sencillas, esas que sencillamente suceden, tales como el brillo del sol, el murmullo del mar, la lluvia que cae. En la simplicidad del puro suceder -un niño juega a orillas del mar- la realidad se eleva, deviniendo única, plena, “divina”.
Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla aún una vez más y un número infinito de veces; nada nuevo habrá en ella, sino que cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada gemido, y todo lo infinitamente pequeño y grande de tu vida tendrá que retornar a vos, y todo en el mismo orden y en la misma sucesión -e igualmente esta araña y este claro de luna entre los árboles, y también este instante y yo mismo. ¡El eterno reloj de arena de la existencia no cesará de ser invertido de nuevo -y vos con él, corpúsculo de polvo» -¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablase? O bien has vivido ya el instante prodigioso en que podrías responderle: «¡Tú eres un dios y jamás he oído algo más divino!» Si este pensamiento ejerciera sobre vos su imperio, te transformaría, haciendo de vos, tal como eres, otro, te aniquilaría quizás; la cuestión a propósito de todo y cada cosa «¿quieres esto aún una vez más y un número infinito de veces?» pesaría como el peso más pesado sobre tu proceder.