Ahora en la misma noche de estrellas altas que yo adivino, pero que no veo,
veo todavía a aquel niño que con un dedo extendido cuenta inútilmente las estrellas:
una, dos, tres...
Como estoy viendo a ese niño de aspiración infinita que intenta seguir:
una, dos,
tres,
cuatro...
cinco...
Como el niño miraba los luceros. Como los luceros estaban en los ojos de Dios, digo del niño.
Los ojos claros chispeantes..., profundos..., parados..., relampaguentes.
Y una frente juvenil, llama torcida y revuelta en los secretos,
instantes sin destino de una existencia contradictoria.
Todo en él, hasta lo más normal, parecía una señal de contradicción.
Sólo tenía cerca una soledad y su abismo a los pies.
Al verle pensaba en su amor más grande: la filosofía.
Para eso, también contradictoriamente, había vivido.
Había escrito poco. ¡Pero cuán arrancadamente!
¡Con cuánta fatalidad asoladora!
Una vez me pregunté: ¿Sabés, entre las muchas prendas, una cosa que me gusta?
Me respondí: Lo que yo llamo simpatía.
Esa simpatía para reunirse, adelante tan fina y conocedora.
Y que la veamos desfilar, y que cada uno diga lo que pueda, lo que le salga del alma,
que ella para todos tiene su verdad y a todos conoce, y, el más pequeño
como el más grande, todos saben que somos una misma belleza radiante: una simpatía.
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