viernes, 1 de octubre de 2010

La mente y la individualidad

Cuando decimos al hablar de la "mente", o de la ra­zón, o, lo que viene a ser más o menos lo mismo,
 del pensamiento en su modo humano, que son facultades in­dividuales, 
es obvio que es necesario entender por ello, no las facultades que serían propias de los otros
o que serían esencial y radicalmente diferentes en cada individuo
 (lo que en el fondo sería lo mismo, pues ya no se podría decir que son las mismas facultades, de forma que no se trataría sino de una iden­tificación puramente verbal)
 sino las facultades que per­tenecen a los individuos en cuanto tales 
y que dejarían de tener razón de ser si se las considerara al margen
 de un determinado estado individual y de las consideraciones
 particula­res que definieran la existencia de ese estado. 
En este sentido, la razón, por ejemplo, es propiamente una facul­tad humana individual, 
pues si bien es cierto que en el fondo, en su esencia, 
es común a todos los hombres (sin lo cual no podría evidentemente servir para definir la na­turaleza humana) 
y que no difiere de un individuo a otro más que en su aplicación y en sus modalidades secunda­rias,
 no por ello pertenece menos a los hombres en tanto que individuos,
 y sólo en tanto que individuos, puesto que es justamente característica 
de la individualidad humana, y será conveniente no perder de vista 
que es sólo por medio de una transposición puramente analógica 
como po­demos legítimamente establecer de alguna manera su correspondencia en lo universal. 
Por tanto, e insistimos en ello para evitar toda posible confusión
 (confusión que se ve facilitada por las concepciones "racionalistas" del Oc­cidente moderno), 
si se toma la palabra "razón" a la vez en sentido universal y en sentido individual, debe tenerse siempre buen cuidado de subrayar que esta doble utiliza­ción de un mismo término (que en rigor debería ser evitada) no es más que la indicación de una simple analogía que expresa la refracción de un principio universal 
(que no es otro que  en el orden mental humano).
 Es sólo en virtud de esta analogía, que no supone en grado alguno una identificación, 
como podemos, en cierto senti­do y siempre con la reserva precedentemente
 señalada denominar igualmente "razón" a lo que en lo universal corresponde, 
por conveniente transposición, a la razón hu­mana o,
 en otras palabras, a aquello de lo cual la razón es expresión, 
como traducción y manifestación, en modo individualizado. 
Así pues, los principios fundamenta­les del conocimiento, aún considerados como expresión de alguna forma de "razón universal" entendida en el senti­do del Logos platónico y alejandrino,
 no por ello dejan de sobrepasar más allá de toda medida el dominio particular
 de la razón individual, que es exclusivamente una facultad de conocimiento distintivo y discursivo,
 y a la que se imponen como elementos de orden trascendente condicio­nando
 así necesariamente toda actividad mental. 



En lo que se refiere a la distinción esencial entre la "mente" y el intelecto puro, recordaremos solamente lo siguiente: en el paso de lo universal a lo individual, el intelecto produce la consciencia, pero siendo ésta de orden individual, no es de ninguna manera idéntica al principio intelectual en sí mismo, aunque proceda de él de manera inmediata como resultante de la intersección de este princi­pio con el dominio específico de ciertas condiciones de existencia, por las que se define la individualidad conside­rada. 
Por otra parte, es a la facultad mental, directamente unida a la consciencia, a la que pertenece propia­mente el pensamiento individual, que es de orden formal (y según lo que acabamos de decir, incluimos ahí tanto la razón como la memoria y la imaginación) y que no es en absoluto inherente al intelecto trascendente, cu­yos atributos son esencialmente informales. 
Ello muestra con claridad hasta qué punto esta facultad mental es en realidad algo restringido y especializado, siendo no obstante susceptible de desarrollar posibilidades indefini­das; es, pues, a la vez mucho menos y mucho más de lo que pretenden las concepciones demasiado simplificadas, e incluso simplistas, tan de moda entre los psicólogos occi­dentales.

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